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Y LOS RECUERDOS, SUEÑOS SON.
 
Hubo una vez que la Paciencia, enferma y desilusionada, llamó a mi puerta. Realmente no hacía falta que hiciese ese esfuerzo porque sabía de sobra que siempre es bienvenida. En esta ocasión me quedé casi sin aliento porque nunca la había visto así. Apagada, vacía, desanimada… Un liviano reflejo de lo que había sido. Evitaba mirarme a los ojos y solo se atrevió a decirme con una voz queda, rota, casi inaudible, con un tono agrio que no era el suyo: “No tengo dónde ir ¿Me dejarías entrar, estar contigo como tantas otras veces, hasta que me recomponga, hasta que encuentre una sola respuesta a tantas preguntas que me están empujando a desaparecer? Prometo no molestarte, ya sabes cómo soy. Y si quieres, más tarde, me iré para siempre. O me quedaré para siempre. O volveré cuando me necesites, como siempre”.
Era una tontería. Ella nunca se había ido del todo. Como solía repetirme en un arrullo, “siempre” había estado ahí, dentro de mi vida y de mis actos. La Esperanza y la Paciencia vienen bien cuando te sientes derrotado. Y esta vez parecía que no iba a ser muy diferente. Me conoce demasiado bien como para no permitirme que permanezca a mi lado.
 “Hoy vengo por ti, no por mí. Has perdido la ilusión por lo que tanto tiempo llevas luchando. Solo quiero que, junto a mí, recapacites y pienses lo que vas a hacer antes de tomar una decisión de la que no existe el retorno.”
Me levanté de donde estaba sentado y la dejé entrar. Casi en un sueño amargo empecé a musitar junto a Ella mis propios recuerdos con el hilo quebrado de su voz. No me reconocía en los retazos de mi vida que estaba repasando. No sabía entonces si era yo realmente o era una mera ilusión de lo que fui.
Y volví a pensar en ti, como había hecho en los pocos años que me diste una vida plena, una vida de alegrías vivida dentro de otra vida que no había vivido. Porque solo existí vivo los tiempos que me marcaban los recuerdos. El resto era anodino. Un simple y dilatado complemento vacío a una efímera existencia que tocaba a su fin. ¿A quién achacaría la fortuna de haberte conocido? ¿Qué fue lo que vi para dejar de ver lo que estaba a mi alrededor, para tener solo ojos para ti y fijarme solamente en ti? ¿Qué fue entonces lo que vi? Aún hoy me sigo haciendo una y mil veces esa pregunta sin respuesta.
Fue entonces que te recordé, de nuevo, viéndote sin verte.
Quizás lo primero en que me fijé fuese en unas alas rotas en aquellos jirones de tu mirada. De lo que fueron perlas y brillantes, tus ojos, en aquel momento, lo observaban todo, apagados. Me fijé con ternura en aquel gesto torcido, aquellas arrugas del tiempo marcadas en tu piel marchitada donde se reencarnaba día tras día el señorío de los señores, esos con derecho a todo y nada, quisieses o no quisieses, que eso era lo que menos les importaba. Yo, que no tenía ni arte ni parte, quise ser arte y parte a tu sombra y remendar los descosidos que esas heridas te habían hecho. Noté que paulatinamente, sin hacer caso al revoloteo de las mariposas que despertaban lentamente en mi interior, cálidamente, la energía regresaba a ti, despacio, mansamente, que los años desaparecían y volvías atrás en el tiempo, a brillar con un resplandor que creías perdido.
Y me senté a esperar a tu lado.
Cuidé de tus heridas lo mejor que supe. Llené de frases los instantes, los momentos. No hubo caricias de más ni de menos, porque más es menos y con menos hay mucho más. Y sonreíste cada día que pasaba con mayor fuerza, con empeños nuevos que lograr y superar, abrazando nuevos desafíos antes tan lejanos y confusos, poniéndote metas cada día más difíciles porque te habías acostumbrado demasiado pronto a lo que te decían, a que tú no servías para nada más que lo que era tu condición, no de ser tú misma, sino de lo que los demás querían que fueras. Ellos querían que siguieras siendo nada a su lado, cuando lo que eras realmente era mucho más que todo a lo que esos pudiesen aspirar nunca. Eras, sin más, siéndolo todo.
Y me senté a esperar a tu lado.
Te mostré lo que podía ser el mañana, nuestro mañana, y solo miraste lo que te enseñaba con esos ojillos que tienes entornados. Me dijiste, sin hablar, que era un futuro incierto, desconcertante, desconocido y el miedo se apoderó de ti. No el miedo cabal que se tiene a lo que no se conoce sino el forjado por esas mentes ruines que se habían abanderado en tus decisiones, en tus pensamientos, clavando su propio estandarte como la única certeza que para ti debiese ser válida, sin dejarte pensar, sin dejarte opinar, sin dejarte ser. El pánico te abrió en canal, de arriba abajo, sin concierto, sangrante, y te apartaste lo suficiente de mi lado para seguir por el sendero casi olvidado, aquel que era amargo, que no querías para ti por estar contra ti. Pero insististe que no había otro remedio, que era el tuyo, como si desde antes de nacer otros hubiesen escrito las líneas de tu vida sin contar contigo.
Y volví a sentarme, a esperar a tu lado.
Cada zarpazo del miedo que te infligían, de lo que esperabas que tarde o temprano te dijesen, de los reproches y amenazas que no tardarían en llegar, insistías, se reflejaba en tus silencios. Cada concesión hacía mella en tus callados lamentos que los sordos de espíritu no oían y que a mí me ensordecían. Cada licencia otorgada a quien no querías por evitar sus miserables reproches, se volvía hacia mí en un “quiero y no puedo”. Me mentías mal, muy mal. Como mal disimulaba yo por la rabia contenida de ambos, la que tú no expresabas y yo te gritaba desconsolado. Una frustración inmensa, aquel “quiero y no puedo”.
Y seguí sentado, esperando a tu lado.
Seguí dando tiempo al tiempo hasta que vi, sin remedio, tristemente, cómo te alejabas muy despacio. Te habías doblegado de nuevo. Caminabas erguida pero cabizbaja. Mantenías el paso firme pero taciturno, ligero pero marcado a golpes de la cruda realidad, la impuesta por los demás. En algún momento de aquel adiós te giraste y creó entender que decidiste convertirlo en un “hasta pronto”. Pero estaba cansado y no podía seguir esperando por más tiempo. No te habías dado cuenta ¿verdad? No te fijaste que mi tiempo estaba llegando a su fin y, antes de nada, yo mismo giré sobre mis pasos. Sin tan siquiera decirte adiós. Sin tan siquiera murmurarte un “hasta pronto”.  
Miré para otro lado intentando no asirme a los recuerdos con la vana esperanza que se perderían sin remedio. Pocos pasos di hacia atrás y maldije ese momento. Terco, tonto, estúpido de mí. Me di la vuelta para reparar hasta donde pudiese toda aquella historia breve. Regresé al inicio para comenzar barriendo los malos momentos. Saqué brillo a la flaqueza para recomponer lo que merecía la pena. A aquellos minutos eternos donde ser un niño era lo mejor que salía de nuestro interior para recordarte solo en lo bueno. A los instantes felices de segundos eternos, plasmados en miradas huidas y cómplices, en las frases sin malicia con el corazón en un puño y en el caminar con una mano cerrando la otra. La tuya.  
No sé cuánto tendré que esperar. Pero aquí sigo, esperando. Hago buena la maldita frase: “Espérame sentado”, o quizás la que nunca expresaste, “ya te cansarás”. Y eso es cierto. Me voy encontrando cansado. Pero sigo esperando.
La Paciencia nunca me ha defraudado.
Y la Esperanza, tampoco.
 

INEVITABLE.

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                                                                           (Uno)

 


    La primera vez que pude rozar su mano noté un sudor frío que me corrió desde la nuca y me recorrió toda la espalda. O eso creí yo, porque al cabo de los años, que han pasado más de cincuenta, a estas alturas de la temporada la memoria me flojea.

   ¿Cuántos años teníamos por aquel entonces? No creo que fueran más de ocho o nueve. Yo era un mocoso de pantalón corto, calcetines a  rombos y jersey de pico que laboriosamente había confeccionado mi madre con las madejas que yo le ayudaba a convertir en pelotas mientras por la radio sonaba José Guardiola o Manolo Escobar. Ella, aquella chiquilla, era menuda, poquita cosa, peinada con dos largas coletas y un pequeño flequillo que le redondeaban su pálido rostro, efecto  y consecuencia de una debilidad galopante que después supe que le pasó factura.

   Nos prometimos amor eterno, casarnos, ser fieles de por vida y tener muchos, muchos hijos, aunque no supiéramos cómo se hacían. No teníamos problema con esa apuesta de futuro puesto que París debía estar a la vuelta de la esquina. Éramos dos seres de ideas alejadas en el horizonte y, evitando miradas ajenas y calles concurridas, volvíamos del colegio después de comernos un pequeño quesito y beber un botellín de leche, agarrados de la mano como hacían los mayores y nos separábamos con un mohín de resignación a cien metros de nuestras casas.

    La mía estaba prácticamente enfrente de la suya. Tras cenar la típica sopa aguada con lo que mi querida madre había podido conseguir en aquellos días y una tortilla francesa para mí solo (mis padres se alimentaban mirándome) recuerdo que al irme a la cama rezaba al Niño Jesús para que nada nos pasara y, suspirando, apretaba los puños para dormirme enseguida y poder acompañarla al día siguiente. Y llevarle la cartera. Y tirar mi chaqueta a un charco para que no se mojase los zapatitos. Y mirarla de reojo mientras veía cómo se ruborizaba. Y cogerla de la mano como hacían  los mayores, insisto. Y enfrentarme como un Quijote ante molinos y truhanes para defender a mi Dulcinea.

   Cuando cumplí once años cambié de colegio y fui a parar a un instituto. Ella dejó los estudios, en parte porque  la economía familiar no se lo permitía, el problema añadido de que pertenecía a una familia numerosa, y, sobre todo, por su precaria salud.

   Al cabo de un año, que yo ya no recordaba las promesas de fidelidad, me enteré de su fallecimiento consecuencia de una leucemia mortal y las secuelas que la habían dejado, también fue mala suerte, un par de veces que la atropellaron un par de conductores despistados en poco menos de medio año. Unos tristes hechos que la dañaron para siempre, si es que quedaba algo por dañar.

   Alguna lágrima debí soltar y unas nubes negras cruzaron delante de mí. Luego supongo que fingí que la había olvidado, pero no. Es ahora y con una fotografía muy borrosa en mi mente cuando me veo de nuevo agarrado a la mano de esa figurilla de porcelana con largas trenzas, envuelta en el chaquetón del hermano mayor, con calcetines blancos y andar suave que cada vez que yo decía: “Para siempre”, solamente  me miraba, sonreía y asentía, bajando la cabeza, roja como un tomate, como si las dos palabras cerrarían un trato eterno que ningún fantasma pudiese cortar de un tajo.

   Ya peino canas, bastantes, pero aún hoy, cuando voy al cementerio, (que voy muy escasas veces), pongo una flor encima de una lápida pequeñita donde reposan parte de mis sueños de niño y algunas ilusiones olvidadas.

 Sin embargo, aunque de otra manera, sigue siendo: “Para siempre”. Soy así de tonto…

   Es algo inevitable.
 
                                                                        (Dos)
 


O sea, que tú también te has enterado. Aquí corren las noticias más rápidas que la pólvora, ¡joder! y eso que sólo hace una semana que salimos. Pues nada, que se me puso a tiro en los billares y me dije que ésa era la mía. Aparte de eso, ya ves cómo está de buena la pava. Pero no, no es por eso.
(…)
Oye, no te pases.
(…)
A ver… Que es la primera chica con la que puedo mantener una conversación interesante, que no te empapas. Y nada de hablar de los cuatro “pringaos” que salen por la tele o de los niñatos de pelitos que cantan como si tuviera diarrea mental en “Aplauso”. Con ésta se puede dialogar, que sabe escuchar lo que uno dice y cuando le toca hablar a ella no la corto como a las otras.
(…)
Pero, ¿Qué dices? ¿Estás majara o qué? ¿Campanas de boda? Alucinas. Que solo es una semana lo que llevamos enrollados. Ahora que, si la cosa va para largo, no seré yo el que diga que no, pero lo del cura, el banquete y conocer a sus padres, todo eso lo veo muy lejano.
(…)
Estarás de coña, ¿No?, A ver si te crees que tengo intención de conocer a sus viejos. Bueno, a su vieja si la conozco, pero de lejos, de verla alguna vez con su hija. A su viejo, no. Se debe pasar todo el día currando.
(…)
Y yo que sé si tienen pasta o no. ¡Tío…! Pareces un secreta con tanta pregunta, coño…. Eso no me interesa de momento ni lo más mínimo.
(…)
Oye, que llevamos siete días, que no es para tanto. Y si al final se rompe, pues a rey muerto, rey puesto, que hay un montón de chicas pidiendo guerra.
(…)
Me doy el piro, dame un toque en casa y quedamos para mañana. Es que ahora he quedado con ella.
(…)
No, tú llama al portero automático, quedamos y nos tomamos unas birras.
(…)
Que no, pesado. Que no he cambiado, pero así va la película. Las cosas son así, es algo inevitable, tío.
(…)
Venga. Me voy. Nos vemos.

 
                                                                      (Tres)




 Y ahora, ¿Qué hago yo?

    Por fin, después de dos años de matrimonio ha llegado el primero y espero que no sea el último, Mira qué felices están los dos, la madre y el niño. Vamos, que se me cae la baba pensando que ese muñequito de carne y hueso, con un poco de pelusa en la cabeza, los ojitos cerrados y los puños afianzados y muy apretados pueda ser mi hijo, mi descendiente, mi herencia. Ya he cumplido con parte de los trámites de los casados, mi padre ya no me podrá recriminar nada ni comentar que me he echado el cargo antes de tiempo porque ha venido a su hora. Ahí le duele. Por una vez llevo yo razón.   Bueno ya es hora de dejar el hospital y que los dos descansen… ¡Que bendición!, me da pena irme tan pronto pero mañana estaré aquí a primera hora con un buen ramo de flores y lo que se me ocurra sobre la marcha. Ahora a comprar unos puros y a dar la noticia a los amigos. ¡Dios! ¿A que he perdido el móvil? ¡Como que no abulta el trasto, que parece una fiambrera. A ver cuándo los hacen más pequeños que esto parece un ladrillo… Tranquilo, ya aparecerá, son los nervios. ¡Ay…! Se me saltan las lágrimas. Pero ¿No estoy llorando? El momento más feliz de mi vida y me pongo a llorar como una Magdalena. Mira que soy tonto. Y que guapo es. ¿A quién se parece?, da igual, es nuestro y eso es lo que vale y lo que interesa, ¿Qué iba a hacer ahora?, Estos nervios me traicionan. ¿Qué iba a hacer yo ahora? Es tan guapo… No sé si habrá salido a mí. A quien se parece es a su madre. Era inevitable que se pareciera a ella…
¡Y qué guapos están los dos…!
¡Qué guapos, madre, que guapos…!

                                                                    (Cuatro)



[…]  
Pues mira que me lo decía en broma el muy pardillo, ya ves, y se debía pensar que yo iba a aguantarle. Vamos, que una no es tonta. Ya llevaba años harta de lavar sus calzoncillos, de planchar sus camisas, de armarme de paciencia con sus ronquidos y de esperarle a la vuelta del fútbol. Porque nunca me llevaba ¿sabes?
[…]
No me hagas reír. No me gusta el fútbol. Era por…
[…]
¡Eso es! Por salir de casa a que me diera el aire. Que para lo que me sacaba por ahí… Los sábados y para de contar. Y no todos.
[…]
No, la verdad. Que ya estaba harta de aguantarle. Cuando no era que se quedaba apoltronado en el sofá, soplando como un oso, me dejaba la ropa tirada de cualquier traza por todo el piso. Y cuando nos íbamos a dormir, casi me tiraba de la cama a codazos.
[…]
¡Que te crees tú eso! Me apaño muy bien sin él. ¿Para qué me hace falta? ¿Para la cama? Pues no. Me arreglo muy bien. Esas cosas no las echo en falta. Todavía, no…Y fíjate cómo me amenazaba, el idiota. No se cansaba de decirme con un tono de chulería (el mismo que tenía su padre que en gloria esté): “Cualquier día encuentro a una mejor, más joven y más guapa y a ver qué haces tú, sin oficio ni beneficio, que valéis para lo que valéis”.
[…]
¡Ya te digo…! ¡No te fastidia el sabihondo! Se debía pensar que solo servimos para ellos a partir de las once de la noche. Porque, esa es otra. Durante el día no están y no ven lo que hacemos. Lo de que durante esas horas pasemos el rato cocinando, fregando y llevando a los niños al colegio, eso no les importa lo más mínimo. Mira que era pardillo…
[…]
No sé. Creo que vive realquilado en un piso compartido.
[…]
¡Quién sabe… ¡ A veces siento un nudo en el estómago, pero luego me lo pienso mejor y ¡Allá penas! Fue una equivocación, que éramos muy jóvenes, y no fue ni tan siquiera bonito mientras duró.
[…]
¿Qué si le veo? ¡Qué remedio! Él me ve a mí y yo le veo a él. Parece que me espía. Le informan de todo lo que hago sus amigotes y sus compañeros de fábrica. Esto no pasa de ser un pueblo y una no es tonta. Me entero de todo.
[…]
Alguna amiga me ha dicho que pregunta por mí. Está celoso de todo lo que hago, pero, mira… Que se lo hubiera pensado antes.
[…]
¿Qué me dices? ¿Tú te crees que después de tantos años voy a volver a picar otra vez? Está apañado el señorito… Sí que salgo por ahí, es verdad, porque con éste eran dos bares, a cenar y a la cama. Y en un minuto a dormir, y en ocasiones ni un minuto, pero no. No tengo pareja ni quiero, que el gato escaldado, ya sabes. Por lo menos, no de momento.
[…]
No lo sé, eso lo lleva mi abogada. Por ahora la pensión llega puntual. Mira, es como las llamadas al teléfono, puntuales, cada dos horas, pero no se lo cojo. ¡No tengo otra cosa que hacer!
[...]
¿Volver con él me dices? No, no, no creo, no…, bueno, quién sabe, pero no, no creo… Tal y como se ha portado, como para repetir. Es algo inevitable. Él se lo ha buscado. El sabrá…
 
                                                                     (Cinco)
 
 

   ¿Y tiene usted la santa voluntad de preguntármelo a la cara y no se pone colorado? Que yo vea, usted es un hombre como yo, digo, y también se vestirá por los pies, y Dios me perdone si le ofendo. Comprendo. Que aquí yo soy el malo y mi señora, allá donde esté, era una santa. Vaya usted a saber, si me lo  permite, el por qué.

   Mire:

   Soy como soy, no me enseñaron de otra forma, porque de chico, después de estar trabajando de sol a sol por cuatro perras, en casa levantabas un poco la voz, o la vista, o no llegabas a la hora, y padre te ponía la cara del revés y te la dejaba marcada para una semana con esas manos enormes que tenía, que parecían sartenes. Y si madre respondía, ya éramos dos los que torcíamos la vista en tres o cuatro días. Y no se podía levantar la voz, que en ello nos iba también la cena a mí, a madre o a mis hermanos, que a padre tanto le daba. Siempre nos decía lo mismo: ”Cuando seáis padres, comeréis huevos” y yo, mire usted, creía que los comería cuando me casara, que llevando jornal a casa no hacían falta más preocupaciones.

   Pero las cosas que se empiezan a torcer cuesta enderezarlas. Hay veces que das la mano y te cogen el brazo. A mi santa, desde el día que me casé, no le faltó de nada. Que para eso tengo dos manos y hemos alimentado a siete hijos. Para ella dejaba sus labores y la educación de nuestros chicos, que se portaban bien, que ninguno me levantó nunca la voz, que en ello les iban las habichuelas. No es de recibo faltarle el respeto ni a un padre ni a un marido, ¿Me comprende usted?

   El último día que vi a mi santa estuve tomando unos vinos, como de costumbre, con los compañeros de trabajo, y reconozco que no llegué a casa muy bien. Un poco alegre, ya sabe usted, un poco “chispón”. No era muy tarde pero la cena no estaba puesta, cuando a padre no le han faltado nunca dos huevos fritos. Y ésta no era la primera vez que pasaba, ¿sabe usted?

   Estaba apoyada en la mesa de la cocina con la cabeza gacha y revolviendo un trapo entre las manos, señal de que había hecho algo malo y me lo ocultaba. Y no era la primera vez, ¿sabe usted? No era la primera vez, no señor. Le pregunté por la cena y ahí se revolvió todo porque, al no hacerme caso, se me fue la mano para que despertara y le sacudí una torta, pero en plan cariñoso, ¿sabe usted? Entonces saltó sobre mí mi hijo mayor a traición, por la espalda y dándole un golpe que me lo pude quitar de en medio, ¿”me se” entiende? Pero se quedó en el suelo tendido, como muerto, a lo que mi santa se fue de rodillas a él porque sangraba de una ceja y ella se puso a llamarme de todo.

   Yo quería que se callase, que aquellas voces se me iban clavando muy adentro, ¿Sabe usted? Pero, erre que erre, mi señora seguía voceando y mentando a mis mayores, invocando a la Virgen. Y, por si fuera poco, los vecinos aporreando la puerta, que a ver qué pintan ellos en una discusión familiar, que son todos unos cotillas y se meten donde no les llaman, que los trapos sucios se lavan en casa de cada uno, ¿sabe usted?

   Ya sólo recuerdo cuando llegó la Guardia Civil y me quitaron el cuchillo de cocina de las manos. Y también me acuerdo, mal, ¿sabe usted? a mi hijo mayor sangrando de la ceja del golpe que se había dado y sujetando a mi santa con todo el delantal manchado de sangre y roto por varios sitios.

   Y ahora, ¿Sabe usted?, mis hijos no me hablan, ni la pequeña que es la niña de mis ojos. Lo daría todo por volver a tenerla en casa que no me porté nunca mal con ella, que discusiones tienen todas las parejas. Sí que tuve que poner a veces las cosas en su sitio, pero eran caricias. Mi santa era todo para mí.

   Una torta dada a tiempo es inevitable ¿sabe usted?
 
                                                                      (Epílogo)
 



   Ahí se van sesenta años de vida en común. ¡Ay, qué poco falta, Pilar, para que nos juntemos de nuevo! Como decía nuestra canción, ¿te acuerdas? "espérame en el cielo" que yo no habré de tardar en juntarme contigo.
   Mira, Pilar. El albañil ya ha metido las flores y las coronas, las flores del recuerdo infinito y las coronas de mi amargura sobre tu postizo pecho de caoba, pino o cedro, qué más da. Sobre el andamio oxidado, eleva una zafia placa de hormigón que acuña con maderas viejas y te separa de mí por unos pocos días.
   No han venido muchos pero han venido los que siguen en pie. Hasta ha venido aquel que te miró toda la vida a hurtadillas. Y eso que no se tiene en pie y ha llegado en silla de ruedas. Pero ha venido también.
   A nuestro alrededor están los viejos amigos, pocos y viejos, solitarios y viejos. Como yo. Ley de vida es esto de la Muerte. Pronto estaremos todos allá arriba aunque, como yo no he creído nunca estas cosas, a lo mejor tu San Pedro no me dejará estar con ellos y contigo.
   Una sola cosa te digo: si he de transigir para que me dejen contigo, haré de tripas, corazón y les haré caso por una vez, solo una, a tus santos y a tus ángeles. Será el único momento que deje aparte mis ideales, mis pensamientos, mis costumbres, y me doblegue.
   Solo por estar a tu lado en el más allá toda una nueva vida, juntos los dos, haría lo que fuese, lo sabes bien.
   Porque si la Muerte es inevitable espero volver a encontrarte.
   No tardo. Ya voy…



 



 

LAS DIABÓLICAS (1955)

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Las diabólicas.
 

Título original: “Les diaboliques” (1955)

Director: Henri Georges Clouzot

Guión: Henri Georges Clouzot, Jérome Géronimi, René Masson, Frédéric Grendel
Basada en la novela de Pierre Boileau yThomas Narcejec.

Música: Georges Van Parys

Fotografía: Armand Thirard

Reparto: Simone Signoret,  Véra Clouzot,  Paul Meurisse, 

Premios
1955: Círculo de Críticos de Nueva York: Mejor película extranjera
1955: National Board of Review: Top Mejores películas extranjeras

                            

Decía mi padre, “Cuando veas una película en blanco y negro, que no para de llover y gente con una gabardina, seguro que es francesa. Y merecerá la pena”. Y no se equivocaba mucho, lo que es peinar canas y amar el cine, porque así es exactamente el arranque de esta cinta de Clouzot de 1955. Una fina lluvia que empapará de humedad, frío y tonos grises toda la trama. El agua, siempre presente, penetrará hasta ahogarnos en el desarrollo de principio a fin. Un final de infarto al corazón. Pero hasta ahí se puede contar.
Durante el visionado de “Las diabólicas” (En francés es tanto masculino como femenino. También se puede traducir como “los diabólicos” y después de verla me daréis la razón), las coincidencias evocarán en el espectador recuerdos de muchas películas del cine negro norteamericano o del expresionismo alemán (Clouzot comenzó en la compañía cinematográfica fundada por el ministro de propaganda nazi Goebbels durante la ocupación de Francia en la 2ª Guerra Mundial), pero aquí las comparaciones son odiosas. Primero estaba Clouzot, después llegaría Hitchcock (el mismísimo Sir Alfred quiso comprar los derechos en las que se basa esta cinta, el libro: "Celle qui n'était plus" (1952)  de Pierre Boileau y Thomas Narcejac, pero llegó tres años tarde y se tuvo que conformar con la otra novela  de los mismos autores, “De entre los muertos”, que se convirtió en sus manos en “Vértigo). Luego aparecerían Wes Craven, David Cronenberg, Sam Raimi, David Fincher (Seven) y todos los demás.



Clouzot utiliza sabiamente la planificación, la luz, los ángulos y los encuadres que desorientan continuamente al espectador. No se logra ubicar del todo los espacios aunque insista en enseñarnos bastantes indicadores de carretera, (incluso el viaje en coche a Niart es un homenaje de Clouzot al lugar de su nacimiento). Pero como en el film, si vas hacia la izquierda el director en el siguiente plano te lleva hacia la derecha, sabe jugar con un desconcertante guión y una fotografía perfecta para esa exposición de dudas y secretos. Y para colmo de los directores modernos es capaz de meternos en ambiente sin la ayuda de golpes sonoros o música reveladora. Los “modernillos” tienen mucho que aprender y aprehender de los clásicos.
"La película crea una atmósfera aterradora que une elementos de horror, violencia de género, dominación, traiciones, infidelidades, sometimiento físico, autoritarismo, arbitrariedad y despotismo. Abundan los malos tratos verbales contra los chicos, el personal de servicio y los profesores. La situación se hace gradualmente insoportable.” (Este párrafo se ha extraído de un comentario en Filmaffinity)

Hay que tener en cuenta que en los años en los que se rodó la situación moral que nos presenta el trío protagonista convierte a esta cinta en intrépida y valiente. No debía ser políticamente correcto (ahora tampoco) mostrar a tres personas que conviven bajo el mismo techo, cuando dos forman un matrimonio y la tercera en discordia es la amante del marido, con el pleno conocimiento de la esposa.
El film ha sido objeto de más de un "remake", poco afortunado como el de Jeremiah Chechik ("Diabólicas". 1996)  y otro bastante mejor para la televisión realizada por John Badham  (Reflections of Murder-1974). Como curiosidad, pero fijándose mucho, podemos ver entre los alumnos del colegio a Johnny Hallyday con 12 años.

Sólo una recomendación: Cuando acabéis de verla, no contéis el desenlace de lo que habéis visto para que otra persona la disfrute tanto como vosotros.

https://youtu.be/jpJswbM3_BM

A una niña tonta.

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                                       A UNA NIÑA TONTA…



Me dijeron las buenas gentes que ronroneaban a mi alrededor que eras una mala compañía, que me ibas a hacer mucho daño, que no eras sana, que eras una manzana que se había ido yendo, pudriendo, muriendo y que no merecía la pena perder mi valioso tiempo en una persona acabada.
¡Ya ves…!
Fue entonces cuando te miré fijamente a los ojos y solo vi una lágrima de desesperación que se escurría tontamente por su rostro marcado de arrugas, surcos de niña hecha adulta antes de tiempo. Lágrimas caídas todos los días del año y que nadie quiso ver. Ni familiares, ni amigos, ni hijos, ni nadie.
Pero yo sí vi algo. No sé qué. Quizás te ví… O vi algo
. Y vi esas lágrimas que nadie vió y que te tragaste como se tragan todas las lágrimas que se comen y se sufren en silencio. En la soledad de tus sentimientos y sin que nadie las vea derramarse porque hay que ser el más, la más, la más dura de los mortales. Y no lo eres. Nadie es tan fuerte porque todos, estúpidamente somos frágiles… y humanos.
Entonces te vi llorar de alegría y de pena. Y no supe si reías o llorabas. Todavía no lo sé.
Y me paré en mi camino, el mío, y miré más de cerca mi sendero, mi corazón, y a mis calles. Y a los míos, pocos. Y a mi gente. Y no vi a los tuyos. No los vi. No estaban donde tenían que estar cuando hacen falta que estén. A tus amigos. A tu gente. Ya no estaban. No interesabas. Y como no estaba nadie cerca te volví a mirar. Me hubiera dado igual que hubiese alguien cerca. Total… Pero de frente, sin esconderme, te vi de frente, poca cosa. Nunca creíste que valías más de treinta kilos. Pensasen tus amigos, mis amigos, lo que pensasen. A tu cara. De frente. Sin volver la vista atrás y mirando muy de frente. A los ojos. No a tu espalda. No a tu cuerpo. No. Solo a esa mirada. A esos ojos cerrados, a esa cara de niña vieja. Con la valentía que me da la lucha y los años bregados… ¿Corazón de poeta? ¿Corazón de idiota…?
-¿Me das la mano?
Y no quisiste…
Insistí, tonto de mí, o listo de mí.
-¿Dame la mano? ¡Venga… Confía por una vez…!
Ya sé que no te fiabas, ni de mí ni de nadie. ¡Tantos palos nos va dando la vida…!
-¡Dame, dame tu mano…! –insistí (no cambio, no quiero cambiar… a mis años…)
Aquellos pequeños cinco dedos, aquel intento de libertad, se atrevieron y se engarzaron como una corona de rosales con espinas que laceran sobre la palma de mi mano y te vi sonreír de nuevo. Solo era eso. Una sonrisa… Hizo daño, pero la recompensa fue una sonrisa eterna
Y yo, viejo que voy siendo, no sé si valdrá para algo, para mucho o para poco, callé y sonreí a mi vez
Pero sé que soy unos de los últimos mortales que te ha visto sonreír de nuevo sin pedirte nada y sin pagar nada.
Gracias Chusilla por existir, sin pedir nada existiendo.



Lo imposible (2012)

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LO IMPOSIBLE (2012)

Uno de los carteles de la película que recrea el tsunami

CRÍTICAS SESUDAS.
"'The Impossible' es una de las películas de desastres más realistas a nivel emocional que se han visto recientemente - y ciertamente, una de las más aterradoras en su épica recreación del catastrófico tsunami del 2004" (Deborah Young: The Hollywood Reporter)
"La machacona utilización de la música subrayando los sentimientos es un método tan antiguo como infame. (...) En Lo imposible conviven lo mejor y lo peor. (...) asombroso arranque" (Carlos Boyero: Diario El País)
"Naturalmente que se le pueden poner "peros" a la película de Bayona (...) Es un cóctel muy complicado de hacer, pero la película es absolutamente impresionante" (E. Rodríguez Marchante: Diario ABC)
                                      


                                                            LO IMPOSIBLE (2012)

 

 
TÍTULO ORIGINAL: The Impossible (107 min. aprox.)
DIRECTOR: Juan Antonio Bayona
GUIÓN: Sergio G. Sánchez
MÚSICA: Fernando Velázquez
FOTOGRAFÍA: Óscar Faura
REPARTO: Naomi Watts, Tom Holland, Ewan McGregor, Marta Etura, Geraldine Chaplin
PREMIOS EN 2012: Festival de San Sebastián: Sección oficial (fuera de concurso)
SINOPSIS: María (Naomi Watts), Henry (Ewan McGregor) y sus tres hijos pasan sus vacaciones de invierno en Tailandia. Pero una mañana de diciembre, mientras disfrutan de sus relajantes vacaciones en la piscina tras la celebración de la Navidad y la Nochebuena, un terrible rugido emerge del centro de la tierra. Mientras María se paraliza de miedo, un inmenso muro de agua oscura corre por los jardines del hotel hacia ella. Largometraje sobre el tsunami que azotó el sudeste asiático en 2004. (FILMAFFINITY)

Cuando se visita un día que la mar está brava de narices el rompeolas de San Sebastián, por mencionar uno que esté cerquita, quién no ha soltando mentalmente la frase de “¡halaaaaaaa, queeeeeee, bonitooooooo!, ¡otra, otraa, otraaa…!” cada vez que una inmensa masa de agua marina golpea contra los acantilados. En Sanse esta vez ha sido la recreación del tsunami asiático, que de bonito no tuvo nada de nada, y de la mano de un director español, Bayona, la que literalmente nos ha golpeado, empapado, tocado y hundido con su recreación de la mala baba que se suele gastar el fraülien Poseidón en “Lo Imposible”, estreno en el mundo mundial, INCLUIDO EL CINE NOVEDADES, este jueves 11, vísperas del Pilar. Y que la Virgen nos pille confesados.
                            



Nos vamos a encontrar ante una buena película aunque los remilgos patrios a los que estamos habituados nos hagan cogérnosla con pinzas. Es lo que tiene que detrás de cualquier cinta murmuremos antes de entrar en la sala lo de: “al loro, que el director es español y con el cine nazional, ya se sabe”. Pues puede ser que esta vez no sea así. Bayona ha creado, con el apoyo de unos intérpretes volcados en sus papeles (aparte de los mayores como la Watts o el McGregor, especial atención a los niños, espectacular el joven británico Tom Holland ) una gran película, una historia emocionante, donde los efectos especiales cumplen sobradamente y visualmente es impactante,( la recreación del tsunami es elevada y sus secuelas con las tomas bajo el agua, asfixiantes), algunas escenas son tan agobiantes que se te pueden retorcer las tripas en tu butaca.
Por una vez y sin que sirva de precedente Juan Antonio Bayona me ha llevado a su huerto marino y doy gracias que no se ha llevado “el gato al agua” Eso para los de Inter Fachonomía. Entrar a la sala donde se exhibía la premiere con lo poco que me había gustado “El Orfanato” (sorry) era entrar en la boca del lobo con el cuchillo montañés en la mano, en plan “Rambo”, por si las moscas y con ”Licencia Para Matar” la película y desguazarla en plan “La matanza de Texas, vs Sanse”. Que no me fío. Pero ¡qué va, qué va, qué va!. Yo leo a Kierkegaard… (Faemino y Cansado, que todavía tienen chispa)

La música (una mini obra maestra) de Fernando Velázquez, arropando otra vez como ya hiciese con la banda sonora de “El Orfanato” con el coro vasco KUP TALDEA, acompaña reveladoramente en todo momento al viejo estilo, llevándonos en volandas al desarrollo final de las escenas (aquello de :”huy, huy, aquí se cuece algo). Como dice en “El Reino” (antiguo rotativo “El País”) Carlos Boyero, los efectos y golpes musicales son tan archiconocidos como infames. Pero para eso están. Que se lo pregunten a la banda sonora de Psicosis o de Tiburón que hubiese sido de ellas sin el soniquete del “ñigo, ñigo, ñigo”.

                            



Para algunos, esta complicidad con el director de seguro que la etiquetarán como manipulación. Pero ¿qué sería del séptimo arte sin manipulación, si no moviese los hilos a su antojo? Es el placer que nos queda al espectador, de sentirse dentro, de ser parte de la historia que nos cuenta mientras estamos cómodamente pegados a nuestra butaca tirando palomitas por el suelo a cada sobresalto que muestre la gran pantalla.(¡Qué grande es el cine!, ¿”Verdá” de la “güena”, mister Garci? Que para su última, no ha hecho usía ni pajolero caso, salvo a “menistros” y “asina” le ha “quedau”: un “shurro”. Una catástrofe. Un tsunami fílmico)
A lo que estábamos, tuerta, que se rifa un ojo. Evidentemente la película, otra vuelta de tuerca dentro del cine catastrofista, se nos presenta en dos apartados previsibles: el tsunami rabioso y demoledor y la reacción de los supervivientes. La primera parte esta rodada como una de las más angustiosas, realistas, viscerales y terroríficas recreaciones visuales de un desastre natural en la gran pantalla. La unidad que consigue Bayona con las vivencias mostradas y el espectador va a ser inevitable. La segunda parte de la película, la empresa de búsqueda y supervivencia de aquellos miembros de la familia que ganaron la batalla contra el poder de la furia del océano busca, no en sí la lágrima fácil, que lo consigue, ni tan siquiera recrearse en la desesperación de aquellos que un brazo de mar les ha dejado con lo puesto, que también, sino un acercamiento a un cúmulo de desgracias y de rabia. Es un camino distinto para llegar a la audiencia dejando a un lado la sangrienta y violenta peripecia de un fenómeno de la Naturaleza. La Naturaleza pide su sitio y lo hace con muy mala leche. Eso pasa por robarle a manos llenas durante tantos años. No nos quejemos.

Resumiendo, “si algo demuestra esta película es que el cine español es capaz de hacer grande producciones de calidad al más genuino estilo de los grandes estudios. Y más aún, es capaz de hacerlo con un presupuesto de 30 millones cuando en USA no lo hubieran hecho por debajo de los 150. Un presupuesto apañadísimo para 25 semanas de rodaje, secuencias que incorporan más de 60 sets diferentes, efectos especiales espectaculares y más de 8.000 extras en pantalla”.(De un coleguilla cinéfilo en la red, tal cual lo puso. Ahora no recuerdo el nombre, sorry otra vez)
Solamente le falta, como hacen los yanquis en sus films, que se vea ondeando en las escenas finales una banderita española… ¡Ah!, ¿se ve?
Que la disfruten y no me lloren mucho.

RABIA.

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                                                                  RABIA.

 


 

   La gota que colmaba el vaso. Otra vez. Como siempre. Como todas las santas noches. Como todos los santos días. Daba igual la hora que fuese. Siempre tenía que saltar con alguna gilipollez. Pero es que, en esta ocasión, no venía a cuento aquella sarta de sandeces. ¡Por los clavos de Cristo! Y luego decían que se enfadaba… ¡Cómo no se iba a cabrear! Claro que, viniendo tanta estupidez de quien venía, no se podía esperar otra cosa. Total, daba lo mismo que lo mismo daba. El caso era levantar la voz, porfiar, acusar y acabar liándola.

   Como todos los santos días. Como todas las santas noches. Poco importaba el sitio o la hora.

   Siempre había motivo para discusiones tontas. A la mínima de cambio.

   Cuando no era porque llegaba tarde, porque había estado de copas con los amigos, era por los programas que veían por la televisión. Y si no era algo de eso, enseguida se nombraba a las madres, lo bien que cocinaban y lo bien que olía la ropa cuando hacían la colada. Y otras veces, los celos o las habladurías.

   Siempre tenía que haber algo por lo que chillar a la hora que fuese. Siempre queriendo llevar la razón. Pero ¡qué poco se daba cuenta de quién traía el jornal a casa! Quién era la persona que llevaba los pantalones puestos.

   En su caso, muy bien puestos. Marcando.

   Y esta vez, ¿de qué iba la acusación, el reproche? La verdad es que creía que iba a salir con cualquier cosa, con cualquier chorrada de las suyas, con tal de embrollarlo todo. Menos con esa estupidez. ¡A quién se le ocurre!

   Pero no era para extrañarse.

   Qué se podría esperar de quien tiene menos sesos que un mosquito.

   -¡No me fastidies…! ¿Ahora nos toca discutir sobre una niña de once años a la que he prestado más atención de lo normal al llegar a casa? ¿Por perder cinco minutos en la entrada? ¿Acaso es que me espías? ¿Tienes celos? ¡Alucino…! ¿Qué va a ser lo siguiente, eh?

   No pensaba aguantar aquello ni un minuto más. ¿Qué se había creído? Su mano y su brazo se convirtieron en un imprevisto huracán que voló sobre el mantel de la mesa del comedor, arrastrando en su movimiento los platos, cubiertos y vasos preparados para la cena. Cayeron al suelo con el ruido triste de los cristales rotos de ventanales arrancados de cuajo por la tormenta, haciéndose añicos diminutos, medianos, grandes. Se les había descompuesto el semblante a los dos. Un rostro, envalentonado y enardecido por la ira. El otro, acobardado y angustiado por el pánico.

   La historia volvía a repetirse cruelmente. Como todas las mañanas, las tardes, las noches o los amaneceres.

   La vajilla destrozada en el suelo en miles de fragmentos era la fiel imagen de hasta dónde había llegado su relación. Pedazos con las aristas cortantes. Trozos dispersos y lacerantes. Un puzle destinado a no llegar nunca a buen término. Las piezas que iban desgarrándose de lo que quedaba de aquel rompecabezas marital solo valían para desollar y lacerar, para hacer daño y mancillar. Para herir de muerte.

   Hacía tiempo que los retales que faltaban los daban por perdidos. Nadie, ni ellos mismos, habían perdido el tiempo en localizarlos, en unirlos, en crear un todo de la nada. Nadie tenía ganas de recomponer lo descompuesto. La familia se inhibía. Los amigos, los pocos que les quedaban, se desentendían. Las fuerzas de seguridad, alertadas, no intervendrían hasta que hubiese sangre. Aunque fuese tarde, irremediablemente tarde.

   En el fondo, todos, implicados o ajenos, querían lo mismo: que la sangre llegase al río definitivamente.

   Así tendrían algo de que hablar.

   Eran muchos años los que llevaban sabiendo que todo el idilio de jovencitos, todas las promesas y zalamerías hechas durante el noviazgo, aquellas ilusiones que ahora se antojaban pueriles, habían ido desapareciendo a cada golpe. Golpes de voz que humillaban. Simples golpes que lastimaban la carne. Golpes y más golpes sin mirar dónde se golpea. Sin prevenir las consecuencias. Personas convertidas en un “punchbag”, en un saco de boxeo. En el saco de las hostias.

   Aun así, se empeñaban en seguir soportándose día tras día, noche tras noche.

   Donde hay llama, queda rescoldo.

   Después de la tempestad, viene la calma.

   Mentira.

   “Donde no hay, no se puede sacar” –pensó mientras bajaba apresuradamente por la angosta escalera que llevaba al garaje.

   Todavía se podía oír una voz lastimosa arriba, unos lamentos que se iban apagando en intensidad pero que no terminaban, no cesaban. La letanía de gimoteos era continuada y extenuante. Eso solo podía provocar dos cosas.

   Una: ponerle a cualquiera los nervios a flor de piel, algo que se estaba convirtiendo en insoportable y monótonamente fastidioso.

   Y dos: si el control de la situación se les había escapado de las manos, solo uno de ellos podía volver a tomar las riendas. La otra pieza del dúo, ni arte ni parte. Ni sabría cómo hacerlo. Y para hacerlo, hay que hacerlo bien. Para eso, hay que saber y tener usía.

   ¿No estaba la situación fuera de control desde hacía muchos años?

   La gota que colmaba el vaso. Pero de esa noche, no pasaba.

   “A reírte, de tu puta madre”.

   Sí. Lo reconocía. Era verdad. Se le había escapado la mano en más de una ocasión y los guantazos habían resonado sordos por todo el piso. ¿Y qué? Tenía que defenderse de alguna manera de aquella rata presuntuosa. Había llegado a un punto que todo era anodino y molesto. Daba lo mismo cómo lo hiciese. Ni esforzándose lo lograba, si es que realmente se esforzaba. Que esa era otra.

   “A mí no me engaña. Pues sí…”

   Estaba todo mal hecho. Y punto.

   La segunda o la tercera vez que se encabritó y sacó a pasear la mano, (no recordaba cuándo porque hubo más veces), su “parejita” dio el paso de denunciar el caso en el cuartelillo de los civiles. Las risas del sargento de guardia se pudieron escuchar atravesando la noche, inundando rincones y tabernas. Aquella denuncia, las habladurías y los chismorreos, solo sirvieron para distanciarles aún más, para crear más rencor mutuo, para que les señalasen a los dos con el dedo, para marcarlos con murmuraciones y para enterrarlos con desprecio, repudiados de todo y por todos. Solo encontraron altanería, risitas y desaires por parte de sus vecinos. Y decidieron encerrarse en casa. A morir en vida.

   “Los trapos sucios se lavan en casa. A nadie le interesa de qué hablamos o de qué discutimos… ¿Te enteras?”

   Los vecinos esperaban pacientes el desenlace desde hacía muchos meses. Sangre fresca. Carnada para alimentar las habladurías y los chismorreos, conchabados en sus tertulias. Aquello de la paja en el ojo ajeno.

   “No tendrán nada mejor que hacer, que estar fisgoneando con quién voy o a qué hora llego a casa. Pues vuelvo cuando me sale de ahí abajo. Me paso los comentarios por el arco de triunfo”

   Abrió la puerta del garaje y se dirigió al armario que hacía las veces de armero. Al igual que hace todo buen cazador, allí estaban relucientes las tres escopetas. Una Beretta de un cañón, una Browning superpuesta y una Renato Gamba. Debajo, las cananas cebadas completamente con los cartuchos y las balas. Al lado, los cuchillos de monte para desollar jabalíes. Todos impecablemente guardados en sus fundas de cuero. Un par de ellos, con su cara afilada y su revés dentado.

   Se quedó mirando las armas fijamente, pero los nervios y la prisa actuaban en su contra.

   “Las cosas, en caliente.”

   Estaba deseando fervientemente regresar a la sala a poner orden. A que no se rieran en sus propias narices. Si subía con una escopeta y apretaba el gatillo fortuitamente, con cualquiera de ellas haría mucho ruido para esas horas de la noche. Un machete sería lo más práctico. Daría más miedo. Solo iba a ser una lección para dejar las cosas en su sitio. Solo un aviso.

   A menos que tontease.

   Eligió un cuchillo desproporcionado, un Corvasi de Muela con las cachas en madera roja y volvió, desandando lo andado, por aquella escalera que unía el txoko que nunca se hizo, con la vivienda donde no se hacía vida.

   El cuchillo pesaba lo suyo, pero se sentía flotando como una pluma. Ascendió los peldaños de tres en tres y abrió la puerta de la sala de una patada. Muy típico. La hoja de la puerta vibró con el impacto. La hoja del cuchillo, no.

   Con su brazo y el mismo artefacto desvió bruscamente a un costado una de las sillas que su futura víctima había arrojado cuando entraba. Ese infantil acto de defensa provocó que su ira, su despecho, su mala sangre se desbocase. ¡Todavía tenía redaños! ¿No sabía con quién se la estaba jugando? ¿No? Pues, al parecer, no. Ni se daba cuenta de lo que se avecinaba.

   -Mírate. Das pena.


   Acorraló a su pareja en una esquina. A una parte, los ojos se le salían de las cuencas por el pánico mientras que la rabia inundaba la cara de la mano ejecutora, a quien blandía el cuchillo de monte delante de sus mismísimas narices, dando vaivenes y lanzando acometidas. ¡Pobre! Eso pasaba por querer llevar siempre la razón. ¡Y todavía se quería proteger con aquellas horrorosas cortinas que su suegra se había empeñado en regalarles cuando se casaron…! ¡Pobre…!

   Lanzó el Corvasi hacia el pecho de su oponente, su hasta ahora media naranja, queriendo solucionar de un tajo aquella disputa. Pero dio en hueso. La afilada hoja se enterró en uno de los brazos que solo pretendían protegerse de la acometida. Tiró del cuchillo hacia sí, dejando una herida de color cambiante. Un tajo visible a través de la manga del jersey. De un suave crema fue pasando ágilmente a un oscuro cárdeno. La sangre, la roja sangre, la sangre dulzona y aparatosa comenzó a fluir a borbotones de la herida, del corte, de la carne sajada, empapando el resto de la chaquetilla de lana con una velocidad inusual. Un resoplido de orgullo, de ver cómo la pieza de caza se debatía lastimosamente, afloró en su garganta y se envalentonó. Fuera miramientos. Fuera mimos. Fuera tanta tontería.

   Esta vez la cosa iba en serio.

   -Te vas a enterar. Tú lo has querido.

   El dolor obligaba a que aquel ser que fue querido hacía muchos años y al que llevaba odiando otro tanto, casi desde la primera semana, se acuclillase en un rincón, como un despojo.

   -Mírate. ¡Quién te ha visto, y quién te ve! ¡Inútil! ¡Estorbo!

   Fue entonces cuando el Corvasi atravesó el aire sin saber dónde aterrizaba, dónde era más demoledor el impacto, dónde sería más profunda la hendidura. Un filo de mil diablos, forjado en las mismas cavernas de Pedro Botero, que hacía su trabajo a la perfección. Entraba y salía de la carne blanda. No tenía miramientos si atravesaba una arteria o un pulmón. Le daba igual cortar un músculo del brazo que arrancar un labio. Era un cuchillo de monte y lo único que saben los cuchillos es hacer bien su trabajo. El fruto de años de investigación de Muela, aquel Corvasi, era así. Sin más. Certero como un bisturí de precisión, sajaba, cortaba, se hincaba y dejaba marcado el territorio para los tres. Para la mano ejecutora, para la víctima y para el propio instrumento.

   A cada lance, a cada descarga, iba gritando frases que la persona que yacía a sus pies no oía. Dos golpes certeros, de los primeros, habían ahorrado el trance del dolor y de la desesperación hacía pocos instantes a un cuerpo que estaba muerto. Eso libraba al cadáver de las penurias, los hospitales, las rehabilitaciones y los sicólogos que rara vez consiguen su objetivo. El revoltijo de carne y ropa ensangrentada, acurrucada como una pelota deshinchada al lado de las cortinas de tafetán, de las horrorosas cortinas de su suegra, daba la callada por respuesta. Ya no estaba.

   -¿No hablas? ¿No dices nada? ¿Se te ha comido la lengua el gato?

   Cambió el cuchillo de posición. Se había cansado de rasgar la carne y ahora solo pretendía que el acero se sumergiese hasta la empuñadura. En plan taurino, certero y hundido hasta la bola, golpeó la nuca del amasijo y la hoja de aquella maravilla de navaja manchega se quebró en dos. Aquella rotura era algo indiferente en aquel momento. No tenía ninguna importancia. Algún defecto de fábrica de la hoja en la aleación con el molibdeno. Pero el daño estaba hecho, aunque la escena resultase irreal, a pesar de que no acabara de creerse dónde había ido todo a parar. El brazo fuerte de la ley. De su ley y de la de nadie más.

   -¿Qué te pensabas? ¿Qué te habías creído? Eso, para que veas… ¿Quién tiene el mando ahora? No ha nacido todavía quién. No hay nadie que se atreva a levantarme la voz, en mi presencia. ¡Faltaría más! ¡Hasta ahí podríamos llegar…!

   Buscó a su derredor alguna silla donde sentarse y se fijó en el panorama desolador en el que se había convertido la estancia. Ninguna silla permanecía en pie. Los restos de la vajilla llegaban hasta el pasillo. Aquellas horribles cortinas, teñidas de rojo, regalo de la madre política, aceptadas a regañadientes, arropaban el cadáver, descolgadas de la barra. Las paredes estaban pintadas a brochazos con aquel tono rojizo que hacía daño a la vista. Los restos sanguinolentos se repartían en salpicaduras por todas partes. Incluso se había manchado el pantalón y la camisa, y las prendas se habían vuelto pegajosas.

   -Y todo por hacerle dos carantoñas a una renacuaja de once años. ¡Fíjate…! Y la cena, sin hacer. ¿No es verdad?

   Cogió una de las sillas que no estaban caladas con sangre y se sentó delante del cuerpo. No se movía. ¡Como para moverse! Buscó en el bolsillo superior un paquete de cigarrillos y extrajo uno. El mechero no encendía. También estaba humedecido. Arrojó ambos al otro lado de la habitación y se quedó en pose estática.

   -Hasta con tus manías con el tabaco. Hasta con eso te sales con la tuya. Ni fumar puedo…

   Reclinándose sobre el respaldo, miró fijamente al bulto como si quisiese que aquellos restos le dieran alguna explicación, aunque fuese a deshora. La cabeza no daba vueltas. No había mareos. No notaba ninguna nausea. Estaba todo en su sitio. Había eliminado a un ser nulo, incompetente  e inútil, de un plumazo. Una pesadilla menos para todos. Respiraba paz.

   -“Me hace gracia” –pensó con media sonrisa en los labios. –“Todo por una cría de once años… ¿Qué te parece? ¿Habrá mujeres pederastas? Claro que las habrá. Pero esas no salen en los papeles.”

   Respiró hondo y decidió que tenía que hacer algo. Aquello no se podía quedar así. Habría que recoger el cadáver, limpiar, fregar el piso y reorganizar aquel desbarajuste. Lo mejor era ponerlo en conocimiento de las autoridades. El suicidio no se le había pasado por la cabeza. Todavía quedaba mucha leña por cortar. Sacó el móvil del bolsillo del pantalón y tecleó el número del cuartelillo de la Guardia Civil. Si no respondían, llamaría al 112 o al 091. Pero prefería ver el tono verde de los picoletos que el marrón de los nacionales. Bastante marrón tenía con todo aquel desaguisado. Al otro lado de la línea le respondió el número que estaría de guardia en esos momentos.

   -¿Es el cuartel de la Guardia Civil? ¿Sí? Verá. Ya siento la hora que es, pero… En fin. Les llamo para informar de un crimen… sí… un crimen…

   La pausa que se hizo al otro lado del teléfono se hacía interminable. No podía ser. Si estuviesen a lo que tienen que estar…

   -¿Sí? Pues verá… Les llamaba porque acabo de matar a mi marido.