|
Y LOS RECUERDOS, SUEÑOS SON.
 
Hubo una vez que la Paciencia, enferma y desilusionada, llamó a mi puerta. Realmente no hacía falta que hiciese ese esfuerzo porque sabía de sobra que siempre es bienvenida. En esta ocasión me quedé casi sin aliento porque nunca la había visto así. Apagada, vacía, desanimada… Un liviano reflejo de lo que había sido. Evitaba mirarme a los ojos y solo se atrevió a decirme con una voz queda, rota, casi inaudible, con un tono agrio que no era el suyo: “No tengo dónde ir ¿Me dejarías entrar, estar contigo como tantas otras veces, hasta que me recomponga, hasta que encuentre una sola respuesta a tantas preguntas que me están empujando a desaparecer? Prometo no molestarte, ya sabes cómo soy. Y si quieres, más tarde, me iré para siempre. O me quedaré para siempre. O volveré cuando me necesites, como siempre”.
Era una tontería. Ella nunca se había ido del todo. Como solía repetirme en un arrullo, “siempre” había estado ahí, dentro de mi vida y de mis actos. La Esperanza y la Paciencia vienen bien cuando te sientes derrotado. Y esta vez parecía que no iba a ser muy diferente. Me conoce demasiado bien como para no permitirme que permanezca a mi lado.
 “Hoy vengo por ti, no por mí. Has perdido la ilusión por lo que tanto tiempo llevas luchando. Solo quiero que, junto a mí, recapacites y pienses lo que vas a hacer antes de tomar una decisión de la que no existe el retorno.”
Me levanté de donde estaba sentado y la dejé entrar. Casi en un sueño amargo empecé a musitar junto a Ella mis propios recuerdos con el hilo quebrado de su voz. No me reconocía en los retazos de mi vida que estaba repasando. No sabía entonces si era yo realmente o era una mera ilusión de lo que fui.
Y volví a pensar en ti, como había hecho en los pocos años que me diste una vida plena, una vida de alegrías vivida dentro de otra vida que no había vivido. Porque solo existí vivo los tiempos que me marcaban los recuerdos. El resto era anodino. Un simple y dilatado complemento vacío a una efímera existencia que tocaba a su fin. ¿A quién achacaría la fortuna de haberte conocido? ¿Qué fue lo que vi para dejar de ver lo que estaba a mi alrededor, para tener solo ojos para ti y fijarme solamente en ti? ¿Qué fue entonces lo que vi? Aún hoy me sigo haciendo una y mil veces esa pregunta sin respuesta.
Fue entonces que te recordé, de nuevo, viéndote sin verte.
Quizás lo primero en que me fijé fuese en unas alas rotas en aquellos jirones de tu mirada. De lo que fueron perlas y brillantes, tus ojos, en aquel momento, lo observaban todo, apagados. Me fijé con ternura en aquel gesto torcido, aquellas arrugas del tiempo marcadas en tu piel marchitada donde se reencarnaba día tras día el señorío de los señores, esos con derecho a todo y nada, quisieses o no quisieses, que eso era lo que menos les importaba. Yo, que no tenía ni arte ni parte, quise ser arte y parte a tu sombra y remendar los descosidos que esas heridas te habían hecho. Noté que paulatinamente, sin hacer caso al revoloteo de las mariposas que despertaban lentamente en mi interior, cálidamente, la energía regresaba a ti, despacio, mansamente, que los años desaparecían y volvías atrás en el tiempo, a brillar con un resplandor que creías perdido.
Y me senté a esperar a tu lado.
Cuidé de tus heridas lo mejor que supe. Llené de frases los instantes, los momentos. No hubo caricias de más ni de menos, porque más es menos y con menos hay mucho más. Y sonreíste cada día que pasaba con mayor fuerza, con empeños nuevos que lograr y superar, abrazando nuevos desafíos antes tan lejanos y confusos, poniéndote metas cada día más difíciles porque te habías acostumbrado demasiado pronto a lo que te decían, a que tú no servías para nada más que lo que era tu condición, no de ser tú misma, sino de lo que los demás querían que fueras. Ellos querían que siguieras siendo nada a su lado, cuando lo que eras realmente era mucho más que todo a lo que esos pudiesen aspirar nunca. Eras, sin más, siéndolo todo.
Y me senté a esperar a tu lado.
Te mostré lo que podía ser el mañana, nuestro mañana, y solo miraste lo que te enseñaba con esos ojillos que tienes entornados. Me dijiste, sin hablar, que era un futuro incierto, desconcertante, desconocido y el miedo se apoderó de ti. No el miedo cabal que se tiene a lo que no se conoce sino el forjado por esas mentes ruines que se habían abanderado en tus decisiones, en tus pensamientos, clavando su propio estandarte como la única certeza que para ti debiese ser válida, sin dejarte pensar, sin dejarte opinar, sin dejarte ser. El pánico te abrió en canal, de arriba abajo, sin concierto, sangrante, y te apartaste lo suficiente de mi lado para seguir por el sendero casi olvidado, aquel que era amargo, que no querías para ti por estar contra ti. Pero insististe que no había otro remedio, que era el tuyo, como si desde antes de nacer otros hubiesen escrito las líneas de tu vida sin contar contigo.
Y volví a sentarme, a esperar a tu lado.
Cada zarpazo del miedo que te infligían, de lo que esperabas que tarde o temprano te dijesen, de los reproches y amenazas que no tardarían en llegar, insistías, se reflejaba en tus silencios. Cada concesión hacía mella en tus callados lamentos que los sordos de espíritu no oían y que a mí me ensordecían. Cada licencia otorgada a quien no querías por evitar sus miserables reproches, se volvía hacia mí en un “quiero y no puedo”. Me mentías mal, muy mal. Como mal disimulaba yo por la rabia contenida de ambos, la que tú no expresabas y yo te gritaba desconsolado. Una frustración inmensa, aquel “quiero y no puedo”.
Y seguí sentado, esperando a tu lado.
Seguí dando tiempo al tiempo hasta que vi, sin remedio, tristemente, cómo te alejabas muy despacio. Te habías doblegado de nuevo. Caminabas erguida pero cabizbaja. Mantenías el paso firme pero taciturno, ligero pero marcado a golpes de la cruda realidad, la impuesta por los demás. En algún momento de aquel adiós te giraste y creó entender que decidiste convertirlo en un “hasta pronto”. Pero estaba cansado y no podía seguir esperando por más tiempo. No te habías dado cuenta ¿verdad? No te fijaste que mi tiempo estaba llegando a su fin y, antes de nada, yo mismo giré sobre mis pasos. Sin tan siquiera decirte adiós. Sin tan siquiera murmurarte un “hasta pronto”.  
Miré para otro lado intentando no asirme a los recuerdos con la vana esperanza que se perderían sin remedio. Pocos pasos di hacia atrás y maldije ese momento. Terco, tonto, estúpido de mí. Me di la vuelta para reparar hasta donde pudiese toda aquella historia breve. Regresé al inicio para comenzar barriendo los malos momentos. Saqué brillo a la flaqueza para recomponer lo que merecía la pena. A aquellos minutos eternos donde ser un niño era lo mejor que salía de nuestro interior para recordarte solo en lo bueno. A los instantes felices de segundos eternos, plasmados en miradas huidas y cómplices, en las frases sin malicia con el corazón en un puño y en el caminar con una mano cerrando la otra. La tuya.  
No sé cuánto tendré que esperar. Pero aquí sigo, esperando. Hago buena la maldita frase: “Espérame sentado”, o quizás la que nunca expresaste, “ya te cansarás”. Y eso es cierto. Me voy encontrando cansado. Pero sigo esperando.
La Paciencia nunca me ha defraudado.
Y la Esperanza, tampoco.