A ESOS ABUELOS OLVIDADOS.

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Es bajita, menuda y poquita cosa, incoherente a veces, quisquillosa las más. A veces fisgona, otras, loba esteparia. Incluso me tose de madrugada y me rompe dulcemente el sueño, el corazón y me queda en los tímpanos el sabor agridulce del ¡Ay, ay, ay! de los abuelos.
Suele preguntarme muchas veces lo mismo. Y yo la atiendo con paciencia mayor que la de Job y no me cuesta nada responder a su trillado cuestionario. Algún día el pesado seré yo. Algún día me tocará a mí. Ley de vida.
Mi estómago se revoluciona dándome calambres cuando oigo que ronronea en sueños como una gata. Fue fiel a su camada y ahora languidece porque de esa gata se acordarán tres o cuatro vástagos que acuden a la lana y al calor en fechas muy marcadas, la visita del médico en navidades y como observadores plañideros en los ocasos de los hospitales.
¡Ay...! Espero no llegar a viejo...Dita sea lá!
En alguna madrugada fría de este invierno quizás pueda oir un triste silencio y me acojona llegar a pensar que se ha ido al otro barrio, sin dejar su acuse de recibo de sus ochenta y pico años, sin preguntar si te importa o no, sin molestarse en invitarte y sin mandarte una postal cuando haya llegado a destino. Así de crueles se portan los viejos y los difuntos, los solitarios y los mendigos, los tonticos y los humildes. Nunca avisan de cuando se van.



No sé si estará hoy apocada o triste. Qué pena llegar a viejos. Solos, con hijos, yernas y nueros que desaparecen como palomos y regresan como buitres carroñeros al son que mejor les place. Y eso, si les place.
Ya me lleva tiempo peinando canas y se guarda muy mucho de mostrar su canesú o sus visos ante extraños, siempre con un toque femenino que reverdece tiempos pasados y, ya que más da, si fueron buenos o malos. No se despendola delante de las habladurías y pasea firme con bastón de mando, con su bastón de mando que recordaría a la tercera parte de la fábula de la esfinge.
No está deforme, los deformadores somos los demás, es encantadora y se levanta achacosa y triste, asustada de los plantes que le da la vida, cuando no le queda mucha vida por vivir. Y (según ella), solo quiere reconciliarse con aquel amor perdido que la abandonó hace algún tiempo.
Esta vez el billete de ida está comprado para partir en breve y una ligera y picarona sonrisa cruza lentamente por su arrugada piel.

(Mi abuela, La Dolores, encajera de Almagro, Ciudad Real, atrás de luto riguroso)

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