DÍAS DE ESCUELA. (1962-1968)

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Extracto del libro "Bajada a los Infiernos", una temporada detrás de los pupitres con pantaloncito corto y mucha, mucha hambre.

(Colegio de Altamira)


(Largo, cantabile)

Volví a mirarle de arriba abajo. Ahora le había dado por la memoria histórica. Era como para pegarle de leches hasta en el carné de identidad, pero siempre ha sido un bestiajo y un carcamal. El caso es que le tenía algo de aprecio y todavía no sé cuál es la razón. Quizás sea porque me acuerdo de cuando nos corríamos nuestras aventurillas de escuela, hacíamos novillos y nos pillaban con las manos en la masa. Él recibía los capones y tortazos de nuestro austero maestro don Marcelino y yo me llevaba un pescozón, una reprimenda y santas pascuas. Por algo Germán era de mayor estatura que yo y se daba por supuesto que me engañaba, engatusaba y raptaba con sus triquiñuelas.
La verdad es que yo me dejaba querer y prefería un vaso de gaseosa con lejano sabor a fresa, leer las historietas del Jabato y años más adelante, los primeros cigarrillos de Peninsulares o Tres Carabelas en el carrillo a dos calles mas abajo de la escuela, que chupar frío como un cosaco mientras me enteraba de lo heroico que se había portado Guzmán, El Bueno.
Don Marcelino fue nuestro maestro común cuando éramos tiernos infantes de pantaloncito corto, trenka con su capucha y una botonadura similar a huesos, dos libros y un cuaderno atado con una correa vieja del padre o del abuelo. Yo tuve más suerte y tenía una cartera de cuero con dos hebillas que pesaba un quintal y un “plumier” con una tapa que se deslizaba toscamente a tirones y que contenían, junto con dos cromos de la película “El Cid”, cuatro lapiceros roídos, un sacapuntas y los restos de una goma de borrar “Milán”.



Había sido el regalo caritativo a mi madre de una vecina pudiente casada con un ferroviario, que entonces eran los que ganaban mejor jornal, junto con alguna camisa y algún jersey de su hijo porque ya no le valían del estirón que había dado el mozalbete. (“Está guapo, Miguelito, ¿verdad? Qué grande se ha puesto. No para de comer”). Y los demás a reír la gracia, bajar la cabeza y besar la mano de la benefactora soñando en los bocatas gigantescos de mortadela o de pamplonica que se atizaba el grandullón mientras no perdíamos de vista el renacuajo trozo de pan con derecho a un quesito de “la-vas-qui-rí” o de “El Caserío”. Hubo momentos en los que el quesito desaparecía de nuestra merienda y nos encontrábamos con una sola onza de chocolate, (una solitaria, que conste) o algo semejante. Aquellas meriendas eran fiesta nacional y los días de jamón york, los Reyes Magos. Los de la margarina untada con azúcar espolvoreada, ni te cuento.
Nuestro preceptor intentó educar a una veintena larga de mocosos en un colegio de lo mas vetusto y sobrio, antiguo hospital de los italianos durante nuestra guerra civil. En teoría era mixto, había niños y niñas. Muy mixto. Estábamos juntos, pero no revueltos. Hasta cuando por las mañanas cantábamos el “Cara al Sol” lo hacíamos por separado y frente a frente porque en las mezclas, en los bailes y en las miradas habitaba siempre el diablo. Y eso era pecado. Acabaríamos todos condenados y ardiendo en las llamas del infierno por “concupiscentes y libidinosos” como solía decirnos don Eúfrates, el cura de la parroquia a la que pertenecía el colegio en las charlas que nos daba los sábados por la mañana antes de confesarnos para poder ir con nuestras almas limpias a misa de once del domingo. Así, y de esa forma, podíamos comulgar estando en paz con Dios y moriríamos tranquilamente en olor de santidad. ¡Hay que ver! Sin empezar a vivir y teníamos que ir pensando en el traje de pino. Qué alegría para el cuerpo. ¡Íbamos a ser santos, íbamos a ser beatos! ¡Aleluya, Gloria in Excelsis Deo! Y los que no terminarían siendo cadáveres incorruptos les quedaba un hueco en el seminario porque don Eúfrates seguía emperrado en reclutar futuras cucarachas para su causa.
El cura, sotana y cilicio incluido, que éste era de la vieja guardia, se nos quedaba mirando como el buen pastor delante de sus ovejitas descarriadas, borregos o futuros carneros, después de contarnos alguna historia bíblica ejemplar, como la del padre que intenta apiolar a su hijo, llega el Ángel del Señor y la operación le sale rana. Se tele transportaba a su Paraíso todo feliz detrás de sus gafas redondas y su enorme barrigón de bien cebado mientras que nosotros, embobados con las historias del susodicho Abraham, o David y Goliat, o lo nefasto que era Herodes pensábamos: “Y eso de los “concuscentes y litrinosos”, ¿qué es?”.

(Auxilio Social, donde ahora están las Torres de Miranda. Fijaros en la postura del osito de peluche del fondo)


Mi colegio no tenía ni calefacción ni biblioteca. Aparte de los pupitres donde costaba entrar, con su tapa basculante y su tintero lleno de aire, me queda en el recuerdo, pero muy borroso, las dos fotos, una de Franco y otra de José Antonio en un tono grisáceo como el país en aquellos momentos, situadas a cada lado del crucifijo, montando guardia de los valores eternos y la reserva espiritual, cosecha del treinta y nueve. De los mejores vinagres que se conocen. Uno de estos valores sempiternos sirvió para que el jefe de la policía municipal multara a mi padre con dos pesetas por pasearse en mangas de camisa por la calle. La camisa de mi padre no tenía bolsillo lateral.
Por aquel entonces, siempre arrancábamos las clases con el brazo en alto y la palma de la mano extendida hacia abajo delante de ambas fotos, cantando tonterías de gente que bordaba camisas a pleno sol y volvían de amanecida con banderas ondeando en vez de estar durmiendo, barriendo y regando las calles o haciendo pan.
Una tarima soportaba la mesa de don Marcelino que a su vez soportaba un tintero y una cajita de plumines de lo más sencillo, un cartapacio, una Biblia de hojas amarillentas, una regla de madera que palmeteó más de una yema de dedos, una relación de cartillas de escolaridad, tizas de colores y trocitos de tiza blanca.

(Auxilio Social. 1945)

Completaban el decorado de nuestra aula las tres patrióticas banderas, la de los requetés, la de los falangistas y la roja y gualda, o sea, igual da. Una pizarra verdosa con su cepillo gastado, un par de mapas descoloridos y una estufa que se encendía rara vez en Diciembre cuando había algo de carbón o leña y “que no calentaba ni a Dios”, que cantaría en su época el grupo Asfalto. Buenos chicos. Muy distinta de la estufa del despacho del director a la que nunca le faltó combustible. Para mas “inri” hubo días de frío gélido en los que tuvimos que abrir los amplios ventanales para que el humo de la estufilla saliera al exterior y no nos ahogáramos. Morir, moriríamos de frío por un despiste de nuestras madres y nuestra firme desobediencia de no habernos puesto la bufanda y el jersey (el que los tuviera), pero no por culpa del Estado.
Don Marcelino era delgaducho, bastante alto desde nuestra perspectiva de canijos, pálido y con el pelo muy estirado hacia atrás con un toque de brillantina. Olía a “Varón Dandi” como mi padre olía cada cuatro domingos y fiestas de guardar (el frasquito le duraba meses y el de Mirurgia de mi madre, más). Se vestía siempre con un pantalón de tono oscuro, que llegamos a pensar que solamente tenía ese, y un jersey de cuello de cisne de color crema, complementado con una chaquetilla de paño. Cuando llegaba el buen tiempo, cambiaba el cuello de cisne por uno de color azul de pico acabado por una línea blanca y una corbatita negra en la onda de los uniformes de los colegios menores de entonces. Fue el único maestro al que nunca vi que se afeitará el bigotito a ras del labio superior, lo cual le valió para que le pusieran a caer de un burro las mentes sabias del barrio y sus colegas docentes. Lo más seguro es que fuera barbilampiño, pero cizaña y malmete, que algo queda.
Sabía explicar con una sugerente y envolvente voz las gestas de don Pelayo bajando tras los sarracenos, mandoble a la derecha y lanzada a la izquierda, dejando un reguero de sangre infiel a sus pies siempre con el rostro erguido y sudando bajo la cota de mallas al estilo hispánico del Capitán Trueno.


Fue quien me inició en la lectura con un librito llamado “Corazón” (luego han caído bastantes más de todo tipo) muy patriotero y muy italiano pero que en nuestra infantil imaginación nos hacía volar por oscuros bosques, máuser, banderín o tambor en mano, en busca de los rojos para darles su merecido castigo o desfallecer y morir por la patria como semidioses, mirando al cielo y boqueando una última oración, encomendándonos a San Cucufate y sin olvidar un recuerdo para nuestra madre, que lloraría nuestra ausencia vestida de negro y con una foto de nuestra primera comunión sobre su pecho, que así es como mueren los valientes. Ya lo decían antes:”el cementerio está lleno de héroes (inútiles)”.
Pedrito, un compañero delicado que siempre estaba tosiendo en cualquier época del año y que duró tres veranos más, (murió de neumonía), situado a dos pupitres hacia atrás de donde yo me sentaba, leía malamente a trompicones uno de los pasajes del libro de Edmundo de Amicis. El maestro cae enfermo y le visita un alumno de su clase, momento que aprovecha el profesor Perbono, el maestro del librito, para mostrar al protagonista Enrique una colección de fotografías de antiguos alumnos y le comenta, esperanzado, que queda un hueco para la de él en aquella pared. Don Marcelino se dirigió a los ventanales, agachó la cabeza y se frotó los párpados. Fue la única vez que vi a mi maestro con ojos turbios, hilillo de voz y quedarse mirando a la nada desde las cristaleras de nuestra aula como si el también estuviera atacado por una enfermedad endémica y le faltase el aire. Cuando me tocó al día siguiente leer “El Tamborcillo Sardo” recibí como premio una sonora y cariñosa colleja del manos-largas y un “muy bien, muy bien”. Me dolía, aunque infantilmente me emocioné. Pero me dolía, claro que me dolía el cogote.
Insisto, tenía la mano larga, muy larga, ¡pero que muy larga! A más de uno, incluido Germán y a mi mismo, todavía nos duelen los mofletes, los antebrazos y la cabeza de aquellas dos costumbres odiosas que tenía: los capones y los pellizcos. Todavía cierro varios segundos los ojos si veo algo que se acerca rápidamente a mis pestañas y me tiemblo. No llego a mearme encima, pero me tiemblo. Tiempos pasados pero de gloriosos, nada. La letra, con sangre entra, decían, aplaudían y vitoreaban. Claro, como los adultos no estaban debajo para recibir, que eran ellos los que sacudían estopa, los enanos, a aguantarnos.
Pero la cosa se ponía seria de verdad cuando te mandaba subir al estrado y esperabas el castigo por tu osadía de no saber cuál era la capital de la Pérfida Albión o haber escrito “haber” separado o sin hache sin que correspondiera dentro de la oración. “A ver, don Lorenzo, levántese y suba al estrado”. Y para allí iba Lorenzo, cagado de miedo. (Más de uno tuvo que volver a casa con el paquete adherido, el frenazo marcado en la trasera del pantalón, un tufillo a mierda insoportable y los churrillos deslizándose por la pernera hasta los calcetines, manchando las botas “Gorila”, en pocos casos, las chirucas en bastantes o las alpargatas de tela en la mayoría.
Los que tenían más suerte extendían la palma abierta de la mano derecha y luego la de la izquierda para recibir, en el mejor de los casos, un par de palmetazos. Los más desafortunados tenían que poner todos los dedos juntos con las yemas hacia arriba y la palmeta se convertía en una ligera regla que vimos romperse varias veces.
-Señores, no se rían de su compañero- decía don Marcelino muy serio mientras intentaba fustigar con la palmeta el dorso de una mano que se escondía ágilmente y retrocedía hasta la posición de firmes para evitar el choque. El futuro impacto se perdía con un “suisss” de la tablilla de madera cayendo en el aire, lo que aumentaba el castigo y, a su vez, las ganas de orinar del delincuente que se lo hacía encima para regocijo y cachondeo de la clase. “Meón, meón, que te has meado, melón”, o “Chirri, meón, el novio de la Asunción”.

Lo último que supe de él es que se había comprado un “seiscientos” blanco de segunda mano y que había vuelto a su ciudad, a Valladolid, probablemente a jubilarse y harto de ver pasar niños por delante de sus narices sin que ninguno, en el buen sentido de la palabra, ¡ojo, no pensemos mal! fuera de él. Era un soltero empedernido al que nunca se vió alternando por bares, salones de baile o iglesias. Eso último le debió costar el puesto. Presupongo que si no tiene noventa y muchos, habrá muerto ya. Uno menos. Ya me tocará a mí y no me importará volver a ser un niño y su alumno para, embelesado, seguir oyéndole relatar cómo tiraba de microscopio Ramón y Cajal o cómo en España nunca se ponía el Sol. Aunque no comparta sus ideas, a ver si hay suertecilla y nos vemos en el Purgatorio, don Marcelino, pero prohibidos los capones que a estas alturas de la temporada yo también salpico y en el limbo no hay diferencia de edad.

"Bajada a los infiernos". Relato acabado sobre el verano de 2007, retoques posteriores aparte.

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