RABIA.

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                                                                  RABIA.

 


 

   La gota que colmaba el vaso. Otra vez. Como siempre. Como todas las santas noches. Como todos los santos días. Daba igual la hora que fuese. Siempre tenía que saltar con alguna gilipollez. Pero es que, en esta ocasión, no venía a cuento aquella sarta de sandeces. ¡Por los clavos de Cristo! Y luego decían que se enfadaba… ¡Cómo no se iba a cabrear! Claro que, viniendo tanta estupidez de quien venía, no se podía esperar otra cosa. Total, daba lo mismo que lo mismo daba. El caso era levantar la voz, porfiar, acusar y acabar liándola.

   Como todos los santos días. Como todas las santas noches. Poco importaba el sitio o la hora.

   Siempre había motivo para discusiones tontas. A la mínima de cambio.

   Cuando no era porque llegaba tarde, porque había estado de copas con los amigos, era por los programas que veían por la televisión. Y si no era algo de eso, enseguida se nombraba a las madres, lo bien que cocinaban y lo bien que olía la ropa cuando hacían la colada. Y otras veces, los celos o las habladurías.

   Siempre tenía que haber algo por lo que chillar a la hora que fuese. Siempre queriendo llevar la razón. Pero ¡qué poco se daba cuenta de quién traía el jornal a casa! Quién era la persona que llevaba los pantalones puestos.

   En su caso, muy bien puestos. Marcando.

   Y esta vez, ¿de qué iba la acusación, el reproche? La verdad es que creía que iba a salir con cualquier cosa, con cualquier chorrada de las suyas, con tal de embrollarlo todo. Menos con esa estupidez. ¡A quién se le ocurre!

   Pero no era para extrañarse.

   Qué se podría esperar de quien tiene menos sesos que un mosquito.

   -¡No me fastidies…! ¿Ahora nos toca discutir sobre una niña de once años a la que he prestado más atención de lo normal al llegar a casa? ¿Por perder cinco minutos en la entrada? ¿Acaso es que me espías? ¿Tienes celos? ¡Alucino…! ¿Qué va a ser lo siguiente, eh?

   No pensaba aguantar aquello ni un minuto más. ¿Qué se había creído? Su mano y su brazo se convirtieron en un imprevisto huracán que voló sobre el mantel de la mesa del comedor, arrastrando en su movimiento los platos, cubiertos y vasos preparados para la cena. Cayeron al suelo con el ruido triste de los cristales rotos de ventanales arrancados de cuajo por la tormenta, haciéndose añicos diminutos, medianos, grandes. Se les había descompuesto el semblante a los dos. Un rostro, envalentonado y enardecido por la ira. El otro, acobardado y angustiado por el pánico.

   La historia volvía a repetirse cruelmente. Como todas las mañanas, las tardes, las noches o los amaneceres.

   La vajilla destrozada en el suelo en miles de fragmentos era la fiel imagen de hasta dónde había llegado su relación. Pedazos con las aristas cortantes. Trozos dispersos y lacerantes. Un puzle destinado a no llegar nunca a buen término. Las piezas que iban desgarrándose de lo que quedaba de aquel rompecabezas marital solo valían para desollar y lacerar, para hacer daño y mancillar. Para herir de muerte.

   Hacía tiempo que los retales que faltaban los daban por perdidos. Nadie, ni ellos mismos, habían perdido el tiempo en localizarlos, en unirlos, en crear un todo de la nada. Nadie tenía ganas de recomponer lo descompuesto. La familia se inhibía. Los amigos, los pocos que les quedaban, se desentendían. Las fuerzas de seguridad, alertadas, no intervendrían hasta que hubiese sangre. Aunque fuese tarde, irremediablemente tarde.

   En el fondo, todos, implicados o ajenos, querían lo mismo: que la sangre llegase al río definitivamente.

   Así tendrían algo de que hablar.

   Eran muchos años los que llevaban sabiendo que todo el idilio de jovencitos, todas las promesas y zalamerías hechas durante el noviazgo, aquellas ilusiones que ahora se antojaban pueriles, habían ido desapareciendo a cada golpe. Golpes de voz que humillaban. Simples golpes que lastimaban la carne. Golpes y más golpes sin mirar dónde se golpea. Sin prevenir las consecuencias. Personas convertidas en un “punchbag”, en un saco de boxeo. En el saco de las hostias.

   Aun así, se empeñaban en seguir soportándose día tras día, noche tras noche.

   Donde hay llama, queda rescoldo.

   Después de la tempestad, viene la calma.

   Mentira.

   “Donde no hay, no se puede sacar” –pensó mientras bajaba apresuradamente por la angosta escalera que llevaba al garaje.

   Todavía se podía oír una voz lastimosa arriba, unos lamentos que se iban apagando en intensidad pero que no terminaban, no cesaban. La letanía de gimoteos era continuada y extenuante. Eso solo podía provocar dos cosas.

   Una: ponerle a cualquiera los nervios a flor de piel, algo que se estaba convirtiendo en insoportable y monótonamente fastidioso.

   Y dos: si el control de la situación se les había escapado de las manos, solo uno de ellos podía volver a tomar las riendas. La otra pieza del dúo, ni arte ni parte. Ni sabría cómo hacerlo. Y para hacerlo, hay que hacerlo bien. Para eso, hay que saber y tener usía.

   ¿No estaba la situación fuera de control desde hacía muchos años?

   La gota que colmaba el vaso. Pero de esa noche, no pasaba.

   “A reírte, de tu puta madre”.

   Sí. Lo reconocía. Era verdad. Se le había escapado la mano en más de una ocasión y los guantazos habían resonado sordos por todo el piso. ¿Y qué? Tenía que defenderse de alguna manera de aquella rata presuntuosa. Había llegado a un punto que todo era anodino y molesto. Daba lo mismo cómo lo hiciese. Ni esforzándose lo lograba, si es que realmente se esforzaba. Que esa era otra.

   “A mí no me engaña. Pues sí…”

   Estaba todo mal hecho. Y punto.

   La segunda o la tercera vez que se encabritó y sacó a pasear la mano, (no recordaba cuándo porque hubo más veces), su “parejita” dio el paso de denunciar el caso en el cuartelillo de los civiles. Las risas del sargento de guardia se pudieron escuchar atravesando la noche, inundando rincones y tabernas. Aquella denuncia, las habladurías y los chismorreos, solo sirvieron para distanciarles aún más, para crear más rencor mutuo, para que les señalasen a los dos con el dedo, para marcarlos con murmuraciones y para enterrarlos con desprecio, repudiados de todo y por todos. Solo encontraron altanería, risitas y desaires por parte de sus vecinos. Y decidieron encerrarse en casa. A morir en vida.

   “Los trapos sucios se lavan en casa. A nadie le interesa de qué hablamos o de qué discutimos… ¿Te enteras?”

   Los vecinos esperaban pacientes el desenlace desde hacía muchos meses. Sangre fresca. Carnada para alimentar las habladurías y los chismorreos, conchabados en sus tertulias. Aquello de la paja en el ojo ajeno.

   “No tendrán nada mejor que hacer, que estar fisgoneando con quién voy o a qué hora llego a casa. Pues vuelvo cuando me sale de ahí abajo. Me paso los comentarios por el arco de triunfo”

   Abrió la puerta del garaje y se dirigió al armario que hacía las veces de armero. Al igual que hace todo buen cazador, allí estaban relucientes las tres escopetas. Una Beretta de un cañón, una Browning superpuesta y una Renato Gamba. Debajo, las cananas cebadas completamente con los cartuchos y las balas. Al lado, los cuchillos de monte para desollar jabalíes. Todos impecablemente guardados en sus fundas de cuero. Un par de ellos, con su cara afilada y su revés dentado.

   Se quedó mirando las armas fijamente, pero los nervios y la prisa actuaban en su contra.

   “Las cosas, en caliente.”

   Estaba deseando fervientemente regresar a la sala a poner orden. A que no se rieran en sus propias narices. Si subía con una escopeta y apretaba el gatillo fortuitamente, con cualquiera de ellas haría mucho ruido para esas horas de la noche. Un machete sería lo más práctico. Daría más miedo. Solo iba a ser una lección para dejar las cosas en su sitio. Solo un aviso.

   A menos que tontease.

   Eligió un cuchillo desproporcionado, un Corvasi de Muela con las cachas en madera roja y volvió, desandando lo andado, por aquella escalera que unía el txoko que nunca se hizo, con la vivienda donde no se hacía vida.

   El cuchillo pesaba lo suyo, pero se sentía flotando como una pluma. Ascendió los peldaños de tres en tres y abrió la puerta de la sala de una patada. Muy típico. La hoja de la puerta vibró con el impacto. La hoja del cuchillo, no.

   Con su brazo y el mismo artefacto desvió bruscamente a un costado una de las sillas que su futura víctima había arrojado cuando entraba. Ese infantil acto de defensa provocó que su ira, su despecho, su mala sangre se desbocase. ¡Todavía tenía redaños! ¿No sabía con quién se la estaba jugando? ¿No? Pues, al parecer, no. Ni se daba cuenta de lo que se avecinaba.

   -Mírate. Das pena.


   Acorraló a su pareja en una esquina. A una parte, los ojos se le salían de las cuencas por el pánico mientras que la rabia inundaba la cara de la mano ejecutora, a quien blandía el cuchillo de monte delante de sus mismísimas narices, dando vaivenes y lanzando acometidas. ¡Pobre! Eso pasaba por querer llevar siempre la razón. ¡Y todavía se quería proteger con aquellas horrorosas cortinas que su suegra se había empeñado en regalarles cuando se casaron…! ¡Pobre…!

   Lanzó el Corvasi hacia el pecho de su oponente, su hasta ahora media naranja, queriendo solucionar de un tajo aquella disputa. Pero dio en hueso. La afilada hoja se enterró en uno de los brazos que solo pretendían protegerse de la acometida. Tiró del cuchillo hacia sí, dejando una herida de color cambiante. Un tajo visible a través de la manga del jersey. De un suave crema fue pasando ágilmente a un oscuro cárdeno. La sangre, la roja sangre, la sangre dulzona y aparatosa comenzó a fluir a borbotones de la herida, del corte, de la carne sajada, empapando el resto de la chaquetilla de lana con una velocidad inusual. Un resoplido de orgullo, de ver cómo la pieza de caza se debatía lastimosamente, afloró en su garganta y se envalentonó. Fuera miramientos. Fuera mimos. Fuera tanta tontería.

   Esta vez la cosa iba en serio.

   -Te vas a enterar. Tú lo has querido.

   El dolor obligaba a que aquel ser que fue querido hacía muchos años y al que llevaba odiando otro tanto, casi desde la primera semana, se acuclillase en un rincón, como un despojo.

   -Mírate. ¡Quién te ha visto, y quién te ve! ¡Inútil! ¡Estorbo!

   Fue entonces cuando el Corvasi atravesó el aire sin saber dónde aterrizaba, dónde era más demoledor el impacto, dónde sería más profunda la hendidura. Un filo de mil diablos, forjado en las mismas cavernas de Pedro Botero, que hacía su trabajo a la perfección. Entraba y salía de la carne blanda. No tenía miramientos si atravesaba una arteria o un pulmón. Le daba igual cortar un músculo del brazo que arrancar un labio. Era un cuchillo de monte y lo único que saben los cuchillos es hacer bien su trabajo. El fruto de años de investigación de Muela, aquel Corvasi, era así. Sin más. Certero como un bisturí de precisión, sajaba, cortaba, se hincaba y dejaba marcado el territorio para los tres. Para la mano ejecutora, para la víctima y para el propio instrumento.

   A cada lance, a cada descarga, iba gritando frases que la persona que yacía a sus pies no oía. Dos golpes certeros, de los primeros, habían ahorrado el trance del dolor y de la desesperación hacía pocos instantes a un cuerpo que estaba muerto. Eso libraba al cadáver de las penurias, los hospitales, las rehabilitaciones y los sicólogos que rara vez consiguen su objetivo. El revoltijo de carne y ropa ensangrentada, acurrucada como una pelota deshinchada al lado de las cortinas de tafetán, de las horrorosas cortinas de su suegra, daba la callada por respuesta. Ya no estaba.

   -¿No hablas? ¿No dices nada? ¿Se te ha comido la lengua el gato?

   Cambió el cuchillo de posición. Se había cansado de rasgar la carne y ahora solo pretendía que el acero se sumergiese hasta la empuñadura. En plan taurino, certero y hundido hasta la bola, golpeó la nuca del amasijo y la hoja de aquella maravilla de navaja manchega se quebró en dos. Aquella rotura era algo indiferente en aquel momento. No tenía ninguna importancia. Algún defecto de fábrica de la hoja en la aleación con el molibdeno. Pero el daño estaba hecho, aunque la escena resultase irreal, a pesar de que no acabara de creerse dónde había ido todo a parar. El brazo fuerte de la ley. De su ley y de la de nadie más.

   -¿Qué te pensabas? ¿Qué te habías creído? Eso, para que veas… ¿Quién tiene el mando ahora? No ha nacido todavía quién. No hay nadie que se atreva a levantarme la voz, en mi presencia. ¡Faltaría más! ¡Hasta ahí podríamos llegar…!

   Buscó a su derredor alguna silla donde sentarse y se fijó en el panorama desolador en el que se había convertido la estancia. Ninguna silla permanecía en pie. Los restos de la vajilla llegaban hasta el pasillo. Aquellas horribles cortinas, teñidas de rojo, regalo de la madre política, aceptadas a regañadientes, arropaban el cadáver, descolgadas de la barra. Las paredes estaban pintadas a brochazos con aquel tono rojizo que hacía daño a la vista. Los restos sanguinolentos se repartían en salpicaduras por todas partes. Incluso se había manchado el pantalón y la camisa, y las prendas se habían vuelto pegajosas.

   -Y todo por hacerle dos carantoñas a una renacuaja de once años. ¡Fíjate…! Y la cena, sin hacer. ¿No es verdad?

   Cogió una de las sillas que no estaban caladas con sangre y se sentó delante del cuerpo. No se movía. ¡Como para moverse! Buscó en el bolsillo superior un paquete de cigarrillos y extrajo uno. El mechero no encendía. También estaba humedecido. Arrojó ambos al otro lado de la habitación y se quedó en pose estática.

   -Hasta con tus manías con el tabaco. Hasta con eso te sales con la tuya. Ni fumar puedo…

   Reclinándose sobre el respaldo, miró fijamente al bulto como si quisiese que aquellos restos le dieran alguna explicación, aunque fuese a deshora. La cabeza no daba vueltas. No había mareos. No notaba ninguna nausea. Estaba todo en su sitio. Había eliminado a un ser nulo, incompetente  e inútil, de un plumazo. Una pesadilla menos para todos. Respiraba paz.

   -“Me hace gracia” –pensó con media sonrisa en los labios. –“Todo por una cría de once años… ¿Qué te parece? ¿Habrá mujeres pederastas? Claro que las habrá. Pero esas no salen en los papeles.”

   Respiró hondo y decidió que tenía que hacer algo. Aquello no se podía quedar así. Habría que recoger el cadáver, limpiar, fregar el piso y reorganizar aquel desbarajuste. Lo mejor era ponerlo en conocimiento de las autoridades. El suicidio no se le había pasado por la cabeza. Todavía quedaba mucha leña por cortar. Sacó el móvil del bolsillo del pantalón y tecleó el número del cuartelillo de la Guardia Civil. Si no respondían, llamaría al 112 o al 091. Pero prefería ver el tono verde de los picoletos que el marrón de los nacionales. Bastante marrón tenía con todo aquel desaguisado. Al otro lado de la línea le respondió el número que estaría de guardia en esos momentos.

   -¿Es el cuartel de la Guardia Civil? ¿Sí? Verá. Ya siento la hora que es, pero… En fin. Les llamo para informar de un crimen… sí… un crimen…

   La pausa que se hizo al otro lado del teléfono se hacía interminable. No podía ser. Si estuviesen a lo que tienen que estar…

   -¿Sí? Pues verá… Les llamaba porque acabo de matar a mi marido.

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