A una niña tonta.

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                                       A UNA NIÑA TONTA…



Me dijeron las buenas gentes que ronroneaban a mi alrededor que eras una mala compañía, que me ibas a hacer mucho daño, que no eras sana, que eras una manzana que se había ido yendo, pudriendo, muriendo y que no merecía la pena perder mi valioso tiempo en una persona acabada.
¡Ya ves…!
Fue entonces cuando te miré fijamente a los ojos y solo vi una lágrima de desesperación que se escurría tontamente por su rostro marcado de arrugas, surcos de niña hecha adulta antes de tiempo. Lágrimas caídas todos los días del año y que nadie quiso ver. Ni familiares, ni amigos, ni hijos, ni nadie.
Pero yo sí vi algo. No sé qué. Quizás te ví… O vi algo
. Y vi esas lágrimas que nadie vió y que te tragaste como se tragan todas las lágrimas que se comen y se sufren en silencio. En la soledad de tus sentimientos y sin que nadie las vea derramarse porque hay que ser el más, la más, la más dura de los mortales. Y no lo eres. Nadie es tan fuerte porque todos, estúpidamente somos frágiles… y humanos.
Entonces te vi llorar de alegría y de pena. Y no supe si reías o llorabas. Todavía no lo sé.
Y me paré en mi camino, el mío, y miré más de cerca mi sendero, mi corazón, y a mis calles. Y a los míos, pocos. Y a mi gente. Y no vi a los tuyos. No los vi. No estaban donde tenían que estar cuando hacen falta que estén. A tus amigos. A tu gente. Ya no estaban. No interesabas. Y como no estaba nadie cerca te volví a mirar. Me hubiera dado igual que hubiese alguien cerca. Total… Pero de frente, sin esconderme, te vi de frente, poca cosa. Nunca creíste que valías más de treinta kilos. Pensasen tus amigos, mis amigos, lo que pensasen. A tu cara. De frente. Sin volver la vista atrás y mirando muy de frente. A los ojos. No a tu espalda. No a tu cuerpo. No. Solo a esa mirada. A esos ojos cerrados, a esa cara de niña vieja. Con la valentía que me da la lucha y los años bregados… ¿Corazón de poeta? ¿Corazón de idiota…?
-¿Me das la mano?
Y no quisiste…
Insistí, tonto de mí, o listo de mí.
-¿Dame la mano? ¡Venga… Confía por una vez…!
Ya sé que no te fiabas, ni de mí ni de nadie. ¡Tantos palos nos va dando la vida…!
-¡Dame, dame tu mano…! –insistí (no cambio, no quiero cambiar… a mis años…)
Aquellos pequeños cinco dedos, aquel intento de libertad, se atrevieron y se engarzaron como una corona de rosales con espinas que laceran sobre la palma de mi mano y te vi sonreír de nuevo. Solo era eso. Una sonrisa… Hizo daño, pero la recompensa fue una sonrisa eterna
Y yo, viejo que voy siendo, no sé si valdrá para algo, para mucho o para poco, callé y sonreí a mi vez
Pero sé que soy unos de los últimos mortales que te ha visto sonreír de nuevo sin pedirte nada y sin pagar nada.
Gracias Chusilla por existir, sin pedir nada existiendo.



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